La extrañeza, el asombro y el temor que causa en algunas personas el presenciar una crisis epiléptica, condiciona diversas reacciones que estigmatizan al individuo que padece el problema.
Este hecho, produce a su vez, la posible formación de un círculo vicioso, que en muchos de los casos es difícil de romper, en el que, por un lado encontramos que pueden producirse sentimientos de rechazo (y es así muchas de las veces), en aquellas personas ajenas a esta enfermedad, y que a su vez, condicionarán algunos aspectos de la vida de la persona que padece epilepsia.
Y por el otro lado, no nos resultará difícil encontrar sentimientos de vergüenza a padecer una crisis ante personas que no son de confianza, y la consecuente inseguridad patente en situaciones sociales de carácter interpersonal, y que puede llevar a estas personas, en último término, al aislamiento.
Este rechazo es posible que se manifieste también durante la escolarización. En su mayoría y exceptuando algunas casos, las personas que padecen epilepsia presentan capacidad para aprender, aunque si bien es necesaria una formación adecuada para ellos.
La epilepsia no correlaciona con un CI promedio diferente al de la población general. Sin embargo, son muchos los casos en los que el niño en el colegio no recibe la atención que necesita, y la persona que se encuentra a su cargo está desbordada ante las crisis y el comportamiento del niño.
Por desconocimiento acerca del problema, pueden excluir al niño de recibir una educación aduciendo que “el esfuerzo puede ser dañino” que “puede lastimarse dentro de la escuela debido a las crisis” y que “asusta a sus compañeros”. El resultado, una persona carente de los conocimientos necesarios para desenvolverse en la vida.
Aún cuando la persona que padece epilepsia ha logrado recibir una instrucción adecuada, encontrará una nueva dificultad para obtener un empleo digno, si informa que padece esta enfermedad.
Por todo lo comentado aquí, debemos señalar la importancia que tiene conseguir equilibrar seguridad y autonomía.
Hay que considerar que la aceptación de la enfermedad y la integración social normal es, además del óptimo control de las crisis, la meta a alcanzar en el tratamiento del paciente epiléptico.