El coruñés Santiago Grandío no olvidará nunca su primera crisis epiléptica. Corría 1988, tenía 22 años y estaba haciendo la mili en Santa Cruz de Tenerife cuando, durante una llamada telefónica a su familia, empezó a convulsionar. “Inmediatamente, me trasladaron al hospital de esa ciudad, y luego al Militar, donde estuve una semana en coma. De allí pasé al hospital Juan Carlos I de Las Palmas, donde me tiré otros cinco meses, hasta que regresé a Navarra, donde residía por aquel entonces, para continuar el tratamiento”, rememora Santiago, quien resalta que la enfermedad le sobrevino “de repente”, sin haber percibido antes de aquel primer episodio “ninguna señal” que le hubiese podido poner sobre alerta.
“Fue algo totalmente inesperado, no obstante, a raíz de un estudio hematológico que me realizaron tras sufrir un ictus, el pasado mes de julio, he descubierto que padezco una patología sanguínea de nacimiento que aumenta el riesgo de desarrollar trombos. La hematóloga me ha comentado, de hecho, que probablemente haya sufrido un trombo en la juventud y que eso ha podido desencadenar mi epilepsia, aunque en la mitad de los casos se desconoce cuál es la causa de esta enfermedad”, refiere.
Reconoce Santiago que el diagnóstico de la epilepsia, y sus consecuencias en el día a día de los afectados, son “difíciles de digerir”. “Acostumbrarse a convivir con la incertidumbre inicial que genera esta enfermedad es complicado, y en aquella época aún lo era más. Había un gran estigma, los pacientes nos sentíamos señalados y estábamos sometidos a una gran presión social. En mi caso, tras el diagnóstico tuve que empezar a cuidarme un montón, no podía probar ni una gota de alcohol y perdí a muchos supuestos amigos porque no estaba en la misma onda que ellos y me veían como a una especie de bicho raro”, destaca. “Cierto es también que, hace tres décadas, había un gran desconocimiento sobre cómo afrontar las crisis de una persona con epilepsia, y se hacían auténticas salvajadas, como meter cucharas, tenedores o servilletas en la boca de los afectados cuando sufríamos convulsiones”, recuerda.
“Las cosas, afortunadamente, han cambiado”, aunque Santiago sostiene que la epilepsia continúa “rodeada de mitos”, de ahí la importancia de “visibilizar” esa dolencia, uno de los objetivos que le llevó a fundar y a ponerse al frente, hace poco más de un lustro, de la Asociación Coruñesa de Epilepsia. “Nuestras prioridades son dar a conocer la enfermedad y servir de apoyo a los afectados y a sus familias. Con esa doble finalidad de asesorar y formar hemos desarrollado una página web y unos perfiles en redes sociales, donde se recoge información muy extensa, elaborada con el apoyo de neurólogos. Queremos que la ciudadanía, en general, sepa qué es la epilepsia, cuáles son sus principales manifestaciones, cómo se desarrolla… y creemos que estar asociados es fundamental para conseguirlo. Juntos hacemos más fuerza”, reivindica.
Entre las “ideas erróneas y preconcebidas” que persisten sobre la epilepsia, el presidente de la asociación coruñesa destaca el “reducir la enfermedad a las crisis convulsivas”. “Las crisis convulsivas son el síntoma común, por así decirlo, a todos los afectados, pero hay otras manifestaciones secundarias que varían de unos pacientes a otros en función del tipo de epilepsia que padezcan. Algunas personas sufren ausencias, a otras les tiembla un poco una mano cuando tienen una crisis, otras padecen episodios nocturnos… En niños, por ejemplo, la epilepsia está a veces asociada, también, al trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH)”, señala.
El manejo de la enfermedad, en cualquier caso, “ha mejorado muchísimo” en los últimos tiempos. “Desde principios del actual siglo XXI, se nota un cambio abismal en los tratamientos. Antes había solo nueve fármacos para controlar la epilepsia. En la actualidad, existen un centenar de medicamentos, que además de ser más eficaces, tienen menos efectos secundarios. Yo mismo sufrí una depresión originada por los antiguos tratamientos”, refiere Santiago, y reitera: “Se trata de medicinas muy fuertes, que pueden desencadenar problemas de comportamiento, y esto a su vez puede provocar choques en las familias, porque a veces el paciente tiene una actitud arisca, de manera involuntaria, y puede que las personas de su entorno más cercano no lo entiendan. Para ellos es un aprendizaje también”, recalca.
El impacto de la pandemia
El presidente de la Asociación Coruñesa de Epilepsia reconoce que la pandemia de SARS-CoV-2 “ha repercutido” en el colectivo de afectados por esa enfermedad, “sobre todo durante el confinamiento domiciliario de la primera ola”, cuando había un gran desconocimiento sobre el virus “y los pacientes no acudían a los centros de salud ni a los servicios de Urgencias de los hospitales por miedo”.
“Estamos hablando de enfermos en una situación más grave, con tres, cuatro, cinco o hasta seis crisis en el mismo día, que evitaban las Urgencias por temor a infectarse. En muchos casos, de hecho, al volver presencialmente a las consultas se constató que su epilepsia había empeorado, teniendo que aumentar su medicación, lo cual es casi como empezar de cero. Todo esto unido a que, en los momentos de mayor presión hospitalaria, los neurólogos tuvieron que echar una mano a sus compañeros de las especialidades más vinculadas al COVID, con el consiguiente impacto que eso ha tenido en su actividad asistencial y en las listas de espera”, sostiene.